Volví en todos los aspectos. Volví de mis viajes, volví a Madrid. Volví para empezar una nueva rutina, tan nueva que ni siquiera puedo nombrarla como tal.
Volví de ser inmensamente feliz junto a los míos, de despertar con el sabor de las endorfinas en la boca, con la humedad del mar pegada a la piel, con una melodía pegadiza vibrando en mis tímpanos.
Volví a mi vida normal, dándome cuenta de lo afortunada que soy por haber nacido una hora y media (en avión) más lejos del Marruecos que no ve Brad Pitt cuando se va de escapada exótica.
Vuelvo supurando amor para todos. Porque a mi ya no me cabe dentro.
Y quiero comenzar el nuevo curso, y a la vez finiquitar el verano más intenso de mi vida, contando una historia de un personaje que sin duda ha sido una figura clave en mis veranos, mi pueblo y en definitiva, mi vida (el nombre está modificado, claro).
"Cuando conocí por primera vez a P. Cantropus él ya usaba ojo de cristal. Me costó tiempo darme cuenta de que era el derecho.
Cuando el pobre P. Cantropus andaba porculeando al personal, cuando sus manos aferraban con fuerza mis brazos de seisañera, ya entonces le faltaban dos dedos en una mano y otro más en la segunda. Alguna máquina maldita se los habría tragado.
Y cuando mis gritos le suplicaban que por favor no me tirara al agua helada de la piscina, mientras yo me retorcía como un pequeño reptil miedoso, él ya empezaba a olerse que su vida no le iba a traer más que desventuras.
P. Cantropus tenía dos hijos y una esposa bella. El mayor acabó conduciendo su coche con las ventanillas bajadas para que el barrio bailara al ritmo de su "Máquina Total vol.3" y luciendo los pantalones de chandal del ejército aún cuando éstos hacía varios años que se habían pasado de moda. Su otra hija había heredado sus ojos verdes (aunque ella poseía los dos), bonitos, pero apenas había cumplido ella su decena, cuando su madre decidió plantar a su marido e irse con otro hombre. Lejos, muy lejos.
Pasaron los años y poco se supo de P. Cantropus. Yo me hice mayor, y, aunque ya no venía a molestarme fisicamente, le seguía temiendo. Se fue de la casa donde había vivido desde siempre, que para variar era un pequeño cuchitril con las vayas pintadas de color verde, con un cartel de "cuidado con el perro" a pesar de que el único personaje que poseía fauces caninas era él mismo, motivo por el cual nunca tuvo mucha suerte con las mujeres desde que su mujer le abandonó.
Le retiraron el permiso de conducción del tractor ruidoso que llevaba a todas partes. Yo, la verdad, estuve agradecida; sin embargo sí llegué a sentir una emoción parecida al escandalizarse cuando me enteré de que le habían despedido del trabajo que había mantenido a él y a toda su familia desde siempre. Tuvo que irse de camarero a un bar-restaurante frecuentado por una relativa alta sociedad, que sin duda comentaba de él todo injurias y escarnios.
Por si todo lo anterior no era suficiente, el pobre P. Cantropus sufría de una mala enfermedad llamada xenofobia. En su pueblo natal no tenía muchas posibilidades de curarse, ya que la cantidad de extranjeros era la adecuada para no sufrir sino recaídas y estar con malestar todo el día. P. Cantropus hubiera jurado en hebreo si sus males no le hubieran hecho creer que dicho idioma era poco respetable. Sin embargo, contra todo pronóstico, consiguió curarse levemente, lo suficiente para que fuera capaz de encontrar el amor en una joven sudamericana. Parecía que su vida volvía a recolocarse, amaba y era amado.
Ay, ingenuo. Cuando creía que la vida le había brindado las situaciones más lastimosas y las bromas más macabras, su novia murió. Y con ella todas sus esperanzas.
Años después, yo veo a P. Cantropus en todas partes. Le veo en las palabras, en las escenas de películas. Le veo reflejado en la vida de otros.
Actualmente él sigue vivo, pero ya no sube a las fiestas. Descuida su higiene personal, y aunque no tiene el síndrome de Diógenes y se mantiene más o menos joven y en forma, sus Munich de fútbol sala tienen unos agujeros imperdonables."
Con guarnición de léxico, esta historia es verdadera al cien por cien. Ahora, sentíos afortunados por tener percepción de profundidad.
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